Sábado por la tarde. Carrefour, en San Fernando de Henares (Madrid), estaba abarrotado de público. Nadie se fijó, ni siquiera las cámaras de seguridad grabaron, cuando un niño de menos de tres años abandonaba el centro comercial.
Jonathan Vargas Barrull había acudido con una tía y dos primos para comprar chucherías y hacerse una instantánea en el fotomatón. Desapareció sin que sus acompañantes se dieran cuenta.
La Policía no descartó inicialmente que pudiera tratarse de un rapto, ya que la madre del niño iba a cobrar una indemnización de 25 millones de pesetas por la muerte de su marido. Marcelino Vega, de 21 años de edad, había fallecido en accidente de tráfico el 7 de agosto de 1998 en la carretera de Barcelona. Casi dos años más tarde, el 27 de mayo de 2000, desaparecía el niño. Nadie pidió rescate.
INTENSA BÚSQUEDA
De inmediato los familiares se volcaron en la búsqueda de Yoni, que era como llamaban al chavalín, pero todo resultó infructuoso. Se empeñaron hasta las cejas para adquirir una furgoneta con la que recorrieron España y parte de Portugal pegando 50.000 carteles con la risueña cara del pequeño en tiendas, fachadas de edificios, gasolineras y estaciones de metro. Un gitanillo de cabellos dorados como el trigo y ojos azules como el mar que captaba la atención general. A la par siguieron todas las pistas que surgían. Marcharon a Portugal, Francia e Inglaterra. Ofrecieron una recompensa de diez millones de pts. a quién facilitara alguna fiable sobre su paradero.
La Policía peinó a fondo la zona en que se produjo la desaparición y, con ayuda de los bomberos, rastreó en un par de ocasiones el río Henares, dada su proximidad al centro comercial. Se desplegó una intensa búsqueda en un área de 1.600 metros, en especial junto a la margen izquierda, la más cercana al suceso. Utilizaron ganchos para explorar entre la maleza y el fango de las turbias aguas, que en ese tramo tiene una profundidad máxima de un metro. A la par batieron con perros adiestrados toda la ribera del afluente del Jarama y alrededores. Labor muy dificultosa, dado que la vegetación estaba muy crecida.
En casa de los Barrull el teléfono no cesaba de sonar, con llamadas de todo tipo. Una voz muy ronca les anunció: «Soy yo, yo tengo al niño». A continuación lo puso llorando al aparato. Y colgó. No se volvió a saber nada más.
-El Yoni es un chico muy guapo y muy bonico, que llama la atención. Lo habrán visto solito en el Pryca… Lo tiene una familia normal, sin hijos, y lo quieren para ellos. Le han cogido cariño.
La madre creía que alguien se había encaprichado de su niño y lo había retenido para adoptarlo. Rosa, de 21 años, tenía dos hijos más -un niño de cuatro años y una nena de 15 meses- y se ganaba la vida ayudando a un primo suyo en la recogida y posterior venta de chatarra. Residía desde hacía seis años en el mísero poblado de Las Castellanas, un barrizal salpicado de infraviviendas de tejado de uralita, habitado por medio centenar de familias, en una circunscripción que forma parte de la vega de Henares.
-No creo en el secuestro para exigirnos dinero. Todavía falta un tiempo para que podamos cobrar la indemnización.
Mientras decía estas palabras su chiquilla, un calco de sus hermanos Jonathan y Adolfo, se le aferraba a un pecho intentando chupar frenética e inútilmente. «¿Qué va a sacar si se me ha retirado la leche desde que pasó esto?».
NI RASTRO
Las familias Barrul y Carbonell apelaron a los ancestrales lazos de sangre y a su llamada acudieron decenas de gitanos de casi toda la geografía nacional. Había que localizar al niño. Su búsqueda fue intensa y masiva.
-¿Una venganza? Nunca hemos tenido peleas ni debemos nada a nadie. Vivimos de lo que sacamos con la chatarrería –afirmaba la abuela, Inmaculada Carbonell Heredia, de 39 años-. ¡Pobre Chucky!
Así es como le llamaba cariñosamente, con el apelativo del protagonista del filme El muñeco diabólico. “Mi Yoni tiene el pelo de punta, como el de la película de miedo…”.
Todos los esfuerzos resultaron inútiles. El delegado del Gobierno en Madrid, Francisco Javier Ansuátegui, pidió ayuda a los patriarcas de las familias gitanas. No se consiguió ninguna pista, salvo el hecho de descartar que hubiera sido secuestrado por miembros de dicha etnia.
La Policía amplió su búsqueda fuera de nuestras fronteras, con la colaboración de Interpol, que difundió la imagen del pequeño a sus oficinas en todo el mundo e insertó su ficha en sus páginas web.
APARECE PARTE DEL CADÁVER
Transcurrido medio año, casi a finales del 2000, un camionero que descargaba escombros en un vertedero, que estaba siendo removido por una pala excavadora, encontró los restos óseos del pequeño. Un cráneo diminuto, parte de la mandíbula, varias costillas y huesos del antebrazo. Era todo lo que quedaba del niño, junto a su peto de color azul celeste y unas zapatillas anaranjadas con el dibujo del canario Piolín. El hecho se produjo en una arboleda próxima al poblado Las Castellanas, cerca de donde se produjo la desaparición.
-Los restos no estaban enterrados –explicaba el transportista-. Se podían ver con claridad a simple vista.
La madre reconoció de inmediato la ropa de su niño. Tuvo que ser atendida por una UVI móvil en la comisaría de Coslada, al sufrir un ataque de nervios.
-Sí es mi hijo, sí es mi hijo –gritaba desesperada.
Su imagen, rota de dolor, ponía punto final al coraje puesto de manifiesto durante casi seis meses de incesante búsqueda. Era el final a una esperanza. La comprobación de lo que muchos temían.
-¡Ay, mi Yoni!, ¡ay, mi niño!… que me lo han quitado
El sector donde se descubrieron los trozos del cadáver fue rastreado con anterioridad en numerosas ocasiones, aparte de por los investigadores, por miembros de Protección Civil y cuadrillas de limpieza municipal. Expertos perros habían olisqueado repetidas veces sin detectar nada.
La abuela mostraba su afligimiento tras el hallazgo. Se esfumaba cualquier atisbo de esperanza.
-Teníamos la ilusión de que continuara vivo y ojala se lo hubieran llevado, como pensábamos, y no nos lo hubieran matado, porque al menos guardaríamos el consuelo de verlo algún día o de que estaría bien. Pero ya no, ya no…
Esa noche los familiares y vecinos velaron alrededor de una fogata, en recuerdo del pequeño asesinado. Los hombres, entre ellos algún patriarca, fumaban silenciosamente; las mujeres lloraban desconsoladas. Mientras, seguían llegando parientes de muchos puntos de la geografía nacional para sumarse al dolor.
El rastreo del vertedero y sus alrededores no dio ningún resultado, al ser una zona muy utilizada. Operarios municipales, pertrechados con desbrozadoras y hoces, trabajaron intensamente en la retirada de matorrales y vegetación. También penetraron en un pozo ciego sito en las proximidades.
LA JUSTICIA GITANA ACECHA
Numerosos allegados a la familia de la víctima se acercaron para seguir de cerca el rastreo. Algunos profirieron graves amenazas.
-Si encuentran al criminal que nos lo dejen a nosotros, que le vamos a arrancar la piel a tiras.
El entierro constituyó una sentida manifestación de duelo bajo la fina lluvia que calaba hondo en el cementerio de la Almudena. Dos mujeres sostenían a Rosa por los brazos, dado que las piernas no le aguantaban.
-¿Qué hemos hecho en la vida para que Dios nos castigue así? –clamaba la desconsolada viuda ante el pequeño féretro blanco, con remaches en bronce.
Los pocos restos del pequeño fueron depositados junto a los de su padre. Un gran Cristo dorado, del que colgaban flores rojas y rosáceas, presidía el panteón de la familia Vega Barrull, con los apellidos en letras doradas sobre el grisáceo mármol. Bajo el crucifijo una foto ovalada de Marcelino -moreno, con bigote y una amplia sonrisa- y otra de Jonathan, con su encrespado pelo trigueño y mirada despierta. Ambos descansan juntos.
Cuando el sepulturero introdujo el féretro en la tumba, la abuela de Jonathan se desgarró en sollozos. «¡Mi pobre Chucky! Por lo menos está con su papa».
Antropólogos, forenses y expertos de la Policía Científica examinaron los restos mortales durante meses y determinaron que murió de forma violenta, dado que presentaban diversos golpes contundentes. Y, por supuesto, que no falleció donde fue hallado, sino que alguien trasladó los huesos hasta allí pocos días antes de su descubrimiento.
La sufrida y voluntariosa madre revisó varias veces las cintas con las imágenes recogidas en el centro comercial el día de autos. Pero no se veía a Jonathan por ninguna parte. El secuestrador debió aprovechar un ángulo muerto del espacio que abarcaban las cámaras de seguridad.
Tan sólo queda el testimonio postrero de una clienta que dijo haber observado cómo un hombre alto y moreno entregaba al niño una bolsa de caramelos y lo subía a una atracción mecánica infantil de Carrefour. Después se lo llevó cogido de la mano hacia la cafetería del centro comercial, donde compró una cerveza, y se fue con el crío.
El día de la desaparición fue la primera vez que la madre se separó de su retoño, porque era el cumpleaños de su marido, y acudió al camposanto a visitar la tumba. Desgraciadamente ya no volvería a ver con vida a su hijo.
-¡Ojalá hubieran pedido rescate! ¡Lo hubiéramos pagado!
De todos modos, quién arrojó los restos al vertedero conocía sobradamente el terreno. Para acceder a la escombrera, de propiedad privada y con poco tránsito, había que superar una valla que difícilmente puede saltarse. Todo estuvo pensando y muy pensado.
¿Los motivos? Pueden ser tantos… Tráfico de órganos, depravación, viejos odios, ajuste de cuentas… Lo que quedó muy claro es que hay que ser un monstruo para matar de forma tan brutal a una criatura de dos años y pico. Y, encima, soltar lo que quedaba del destrozado cuerpecito muy cerca de donde cometió el rapto. Una vez más se hace válido el principio de que el criminal siempre vuelve al lugar del crimen.
-Eso no se le hace a un pequeñín que no ha hecho mal a nadie. El asesino va a tener su castigo. Si no es por parte de los tribunales, lo tendrá de nuestra mano.
Así lo anunciaba vengativa, entre sollozos entrecortados. Los mismos que se continuaban oyendo en la morada de esta dolorida gente. Tanto ella como su entorno no descansarán hasta encontrar al autor o autores del brutal infanticidio. La amenaza pende cual espada de Damocles. La justicia gitana aguarda paciente, segura de que la muerte de Jonathan no quedará impune. No hay perdón. Sólo dolor. Ya han transcurrido 22 años.
Autor: Juan Rada